Los extraños viajeros aceptaron bajo la condición de que se les cediera el uso de una habitación privada donde pudieran trabajar tranquilamente durante tres días, rehusándose aún a que se les proporcionara alimento y bebida.
Transcurrido el plazo señalado acicateados por al curiosidad y sorprendidos por el silencio que reinaba en el recinto, convertido-sin saberlo ellos- en taller angélico, frailes y feligreses decidieron averiguar qué sucedía y abrieron la puerta.
Al entrar, una emoción gratísima y celestial embargó sus almas al encontrar en el centro del aposento, radiante de sobrenatural belleza, a la incomparable y dulce imagen de la Virgen de los Dolores. Los artífices habían desaparecido, pero no faltó un madrugador vecino que aseguró haberlos visto desde la Plaza de Armas convertidos en “dos blanquísimas palomas de grácil silueta, y perderse en el azul, dejando tras de sí una refulgente estela
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